Un auténtico deseo de autoconocimiento y el profundo anhelo de paz interior, son estímulos que impulsan una búsqueda espiritual sincera y madura, más cercana a la vivencia íntima que al dogma.
A lo largo de esta búsqueda surge inevitablemente una pregunta: ¿Qué hay tras la puerta que se abre con la muerte? Es tanto como preguntarse ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos? ¿para qué estoy aquí? ¿cuál es la auténtica naturaleza de la realidad?
Plantearse esta cuestión, supone un salto cualitativo en el proceso de maduración personal y puede convertirse en una enriquecedora incursión en lo trascendente, por medio de la reflexión y la introspección, de la palabra y el silencio.
No es un recorrido penoso, al contrario, es gratificante y se puede hacer con alegría, porque, en definitiva, ayuda a encontrar respuesta a la pregunta más importante de todas ¿Cómo quiero vivir mi vida, aquí y ahora?
Ser plenamente conscientes de la fugacidad de la existencia, de su finitud, de su evanescencia, permite concederle todo su valor, vivirla con intensidad y plenitud, sin temor.
Ayuda a darle sentido y evita caer en una superficial rutina de supervivencia, más o menos cómoda y placentera. La muerte no me parece algo sórdido, sino un reset necesario. No concibo que una vida con limitaciones y sufrimientos pudiera no tener fin.
Reconozco que se trata de un terreno propicio para todo tipo de especulaciones, pero si eludimos esta cuestión, quizá no podamos soltar el lastre que supone el inconsciente miedo ancestral que tenemos a lo desconocido, a los cambios.
Y eso repercute en nuestras acciones, en nuestras decisiones, en nuestra vida.
A medida que maduramos, las personas podemos hacer algo más que ignorar este interrogante o conformarnos con adoptar una verdad revelada, una creencia generalizada, y elevarla, sin más, a la categoría de certeza.
Entre las muchas respuestas que se han dado a esta pregunta a lo largo del tiempo, mi razón acepta sin dificultad algunas posibilidades que podrían darse al otro lado de la puerta. Por ejemplo:
Puede que prosiga el aprendizaje en este mundo, a lo largo de sucesivas reencarnaciones. O quizá la vida continúe en otra dimensión y mi conciencia individual pueda seguir evolucionando en condiciones distintas a las que conozco.
También es posible que no se preserve el riachuelo de mi identidad personal y esta se disuelva en el océano de la conciencia universal. O quizá no ocurra nada y quedemos sumidos en un profundo sueño eterno.
Lo que me parece un maniqueísmo indigerible es que esta vida terrenal determine, sin más, un futuro eternamente gozoso en el cielo o infinitamente sufriente en el infierno. ¿Qué castigo eterno pueden merecer las células cancerosas? Lo son, bien porque ya tenían una predisposición o defecto genético que estaba en su naturaleza, o bien porque las condiciones externas han hecho que se desarrollaran así, o por ambas cosas.
Ya sé que las personas podemos elegir y que somos responsables de nuestros actos. Pero más allá de la necesaria regulación jurídica de la convivencia humana, estoy convencido de que ningún ser evolucionado opta libremente por la maldad, por la destrucción. Quién toma decisiones tan erróneas es porque tiene un “defecto de fabricación” o aún no ha recorrido el suficiente trayecto evolutivo. Todos los comportamientos conscientemente dañinos implican un cierto grado de psicopatía.
En todo caso, cuando su deformada conciencia hace que alguien cause dolor ajeno sin que se sienta afectado por ello, lo que me inspira esa persona es compasión. En ningún caso quisiera una vida como la suya, me parece una terrible desgracia y no concibo que tenga que pagarlo sufriendo eternamente. No creo que nadie sea intrínsecamente malo, aunque los muy ignorantes o defectuosos pueden llegar a parecerlo.
Se puede pensar que el miedo a un castigo eterno es útil para que las personas controlen sus pasiones destructivas. En un contexto primitivo, puede que contribuyera a ello, pero en la sociedad actual me parece un argumento tan poco consistente como creer que la pena de muerte disuade de cometer delitos, algo que está plenamente comprobado que no es cierto.
Aunque la continúen defendiendo los que necesitan la venganza para tranquilizar su ánimo, emocionalmente estancados como están en la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente. Lo que sí es evidente, sin embargo, es que, algunas personas, son capaces de cometer las mayores atrocidades para ganarse ese paraíso prometido por quienes, probablemente, ni siquiera creen en su existencia.
Reflexionar con lucidez, meditar sobre estas cuestiones, va a requerir algo más que puro razonamiento. La introspección, el silencio interior, el sosiego emocional, son ineludibles para llegar a los ámbitos más profundos del inconsciente. Desde allí pueden emerger respuestas intuitivas y sensaciones clarificadoras, que sean aceptables para una mente racional bien entrenada para ser abierta y flexible.
No existe una respuesta única, universal e irrebatible a la pregunta que nos planteamos. No hay certeza absoluta. Pero podemos llegar a sentir nuestra propia e intransferible verdad, manifestada través de estados internos como la serenidad y el sosiego. Se trata de una “verdad incierta”, un oxímoron de conceptos opuestos que generan un significado nuevo y clarificador si, en el interior de la mente en calma, dejamos que se fusionen ambos conceptos superando su aparente antagonismo.
Reconocer que nuestra verdad es incierta no debería incomodarnos. La necesidad de convencer o, peor aún, imponer a otros la propia visión, tanto del creyente fervoroso como del ateo convencido, es un claro indicador de las dudas e inseguridades que, consciente o inconscientemente, albergan ambos.
No es el resultado al que lleguemos lo que realmente importa, sino el proceso de búsqueda. Lo que enriquece es apartar miedos y avanzar a la luz de la sinceridad, honestidad y coherencia con uno mismo. No se trata de discutir quién tiene razón o está en posesión de la verdad, sino de compartir en beneficio mutuo los anhelos, tribulaciones, alegrías y temores experimentados en el camino que sigue cada uno.
- Lo que por mi parte intuyo y siento, sin que mi razón rechine, es algo parecido a esto:
- Que la Vida fluye desde la eternidad hasta el infinito, en un continuo devenir intemporal, donde pasado, presente y futuro son simultáneos.
- Que todo lo existente está inmerso en un proceso evolutivo, en continua transformación y entrelazamiento.
- Que cada vida forma parte de la Vida y, aunque en cada momento manifestemos una configuración individual concreta, somos uno y todo a la vez.
No puedo comprenderlo con la claridad que reclama mi mente consciente. Son cuestiones que me resultan paradójicas y desconcertantes, porque el cerebro no puede abarcar plenamente qué es la eternidad o el infinito, por ejemplo, inmerso como está en los límites del tiempo y el espacio.
Sin embargo, la observación científica de los fenómenos naturales ha avanzado mucho en los últimos cien años y cada vez hay más indicios que ayudan a, poco a poco, abrir nuestra mente a una visión más profunda, compleja y acertada de la realidad, aunque ésta nos resulte chocante.
Empezamos a vislumbrar que, aunque la realidad material es única, tiene ámbitos diferentes pero simultáneos, regidos por leyes distintas que aún no sabemos interrelacionar suficientemente. El mundo subatómico, el macrocósmico y el cotidiano, forman parte integrante de una misma y única realidad material.
Pero la visión que ofrecen la física newtoniana, la cuántica y la relatividad es, cada una por separado, muy distinta. La realidad no parece la misma, vista a través el ojo desnudo, del microscopio o del telescopio. La mecánica cuántica pone en jaque nuestra racional lógica cotidiana, al constatar que, a nivel subatómico, la realidad cambia al observarla.
O que una partícula está en todas partes a la vez, sin sujetarse a los límites espacio/tiempo. No se trata de pura especulación, los transistores y el láser se basan en principios cuánticos y los futuros ordenadores serán increíblemente más potentes que los actuales, gracias a este conocimiento.
Otro gran campo de observación son los genes, el receptáculo que contiene la información que configura a los seres vivos y la transmite de generación en generación. Además, gracias a la epigenética, empezamos a conocer el mecanismo biológico que promueve la modificación de los genes y posibilita su proceso evolutivo, en respuesta a los factores externos que influyen en ellos.
También resulta apasionante el descubrimiento de las neuronas espejo y de los mecanismos que permiten a las mentes conectar empáticamente entre ellas.
Sabemos, desde hace mucho tiempo, que nada se crea ni se destruye, solo se transforma. Las células se renuevan constantemente y las viejas pasan a otro estado, toman otra forma y siguen el ciclo de la naturaleza, de la Vida, en el infinito carrusel de la existencia.
Me emociona saber que hace cien, mil o cien mil millones de años mis partículas atómicas formaban parte del cosmos, repartidas entre algunos humanos, dinosaurios, gatos, árboles, ríos, montañas y, quizá, alguna estrella.
Me estremece pensar que, en el futuro, continuarán participando de ese magma universal, del que desconocemos casi todo. Y es razonable que lo mismo ocurra con otros elementos más sutiles, pero no menos reales, que conforman mi identidad actual: los pensamientos, emociones, sentimientos y demás componentes de mi conciencia.
Es interesante observar que ciertas constataciones científicas se asemejan mucho a lo que algunos místicos de diferentes tradiciones, en lugares y momentos muy distintos, han experimentado a través de la introspección.
En este sustrato de intuiciones y reflexiones hunde sus raíces mi “incierta verdad”. La que me proporciona una guía para fluir con la danza de la vida.
A modo de conclusión
En esta vida todo es impermanente , transitorio y, aunque a veces me contraríe o me duela, creo que es un diseño inteligente. Puedo observar en mi mismo y en todo lo que me rodea, que lo viejo deja lugar a lo nuevo, el niño da paso al adulto y los padres a los hijos.
Es necesario que sea así, no puede haber evolución sin cambio constante, pero sin olvidar que la experiencia cotidiana también nos muestra que lo viejo cambia de ciclo y continúa formando parte de lo nuevo. Como las hojas del árbol, que caen, regresan a la tierra y vuelven a formar parte de nuevas hojas, flores y frutos.
Tengo claro que mi tarea principal es tratar de mejorar en lo posible la herencia recibida, es decir, los elementos que me configuran.
Si me cuido físicamente, equilibro mis emociones, incremento mis cualidades, reduzco mis defectos y amplío mi conciencia, es seguro que, aquí y ahora, podré ser más feliz, beneficiar a los que me rodean y también hacer mi aportación a la mejora del mundo. Y cuando al final del trayecto ya no los necesite, esos elementos quedarán disponibles y, si he logrado enriquecerlos, cumplirán mejor su función, sea donde sea que vayan a parar.
No puedo saber con certeza qué ocurre después de la muerte. Es un misterio y hay que esperar que llegue el final para que se desvele. Diría que soy agnóstico y que he aprendido a aceptar con tranquilidad la incertidumbre. Algo muy útil, porque da flexibilidad mental y reduce el miedo, la tensión y la ansiedad ante los cambios.
Por otra parte, también es verdad que tengo la agradable sensación de que, cuando introspección y reflexión, intuición y razón, van de la mano, el ser humano puede levantar, aunque solo sea un poco y de forma discontinua, ese velo de Isis que, según la tradición egipcia, oculta todo lo que fue, lo que es y lo que será.
Y yo presiento que, al traspasar la puerta, lo que veré con más claridad, de alguna manera, será que la eterna realidad primordial, de la que formo parte, está generada y mantenida por el amor.
Este presentimiento me ayuda a mantener despierta mi conciencia, inspira mis utopías y amplía mi horizonte mental, permitiéndome tener una visión menos egocéntrica y limitada de los acontecimientos ¿por qué habría de rechazarlo si me resulta tan útil y es una posibilidad tan cierta/incierta como cualquier otra?
Pero insisto, no se trata de una mera construcción conceptual adoptada por simple conveniencia, sino de una vivencia forjada paulatinamente, fruto del anhelo de saber y de la determinación de buscar. Por eso, desde mi agnosticismo puedo aceptarlo, tanto racional como emocionalmente, sin ninguna dificultad.
En cualquier caso, es una delicada y hermosa plantita que necesita ser cuidada con atención. Sin desatenderla cuando todo va bien, ni tampoco en los momentos de dificultad, dolor, incomprensión o soledad.
Contemplarla y cuidarla cada día me ayuda a no olvidar cómo quiero vivir: contento, con sencillez, confianza y optimismo. Sin quejarme demasiado por lo que no tengo o no me gusta y agradecido por lo que tengo y disfruto. Procurando aprender constantemente y, por supuesto, poniendo pasión en lo que hago.
En muchos momentos tengo una clara sensación de paz interior, que es para mí sinónimo de felicidad.
Me siento afortunado y profundamente agradecido a la Vida por haber encontrado este camino y disfrutar recorriéndolo.
Así es como quiero vivir
Reconfortado por la paz interior
Me adentro consciente en el río de la Vida
Hago de la incertidumbre silencio tranquilo
Oriento la proa hacia la utopía
Navego confiado hacia mi destino
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