Pandemia, religión y ciencia

En épocas en que no se conocía la existencia de virus y bacterias, las epidemias eran atribuidas al castigo infligido a pecadoras y pecadores por los dioses que regían sus destinos.

Por supuesto, la culpa siempre era de la pobre víctima. Algo habrá hecho, debían pensar muchos para aliviar sus miedos a enfermedades tan misteriosas y letales.

Uno de los factores que probablemente tuvo fuerte influencia en el nacimiento de las religiones más antiguas, fue la necesidad de dar una explicación a los desvalidos humanos del por qué de estas enfermedades. También ofrecerles algún tipo de protección que les permitiera mantener una cierta dosis de esperanza y optimismo, lo que ya de por sí, ahora lo sabemos, aumenta las defensas del organismo.

Los libros sagrados de las distintas religiones recogen normas de higiene, alimentarias y sociales destinadas a dar protección ante las enfermedades y evitar el contagio. Aunque ahora nos puedan parecer rudimentarias o evidentes, en aquellos tiempos debieron ser innovadoras y extrañas.

Surgen así preceptos morales que imponen evitar o reducir el consumo de determinados alimentos, lo que sería equiparable a un período de ayuno intermitente o de restricción calórica. También se incentivaron los largos períodos de ayuno como medio de purificación.

Se introdujeron las abluciones, el distanciamiento de personas “impuras”, la prohibición de matrimonios entre familiares cercanos y también límites estrictos a las relaciones sexuales.

En su libro The Good Book of Human Nature , el antropólogo Carel Van Schaik y el historiador Kai Michel lanzan la hipótesis de que la Biblia tuvo su origen en una época crucial en que los humanos pasaron de cazar y recolectar a ser agricultores y ganaderos, del nomadismo en pequeños grupos al sedentarismo en colectividades cada vez más numerosas.

Esto supuso un cambio sustancial de hábitos, costumbres y condiciones de vida. Las nulas condiciones de salubridad y la estrecha convivencia con los animales, propiciaron la aparición y fácil transmisión de todo tipo de enfermedades infecciosas como el cólera, la peste, el tifus, la lepra, la tuberculosis o las enfermedades venéreas.

Por cierto, en su magnífico libro Sapiens, Yuval Noah Harari hace una amplia e interesante descripción de este período y sus consecuencias históricas.

A medida que las sociedades avanzan, la ciencia toma el relevo a la religión y pasa a ser la encargada de explicar las causas y proponer soluciones en este tipo de situaciones, que como hemos podido comprobar continúan haciendo saltar todas las alarmas, individuales y sociales, porque el miedo y la inseguridad crecen con la misma endiablada velocidad con que se propaga la infección.

A menudo hemos oído durante esta pandemia que hay que creer en la ciencia, expresión que no parece la más adecuada si tenemos en cuenta que la ciencia se basa en la evidencia fruto del conocimiento y no en la fe.

No se trata de que creamos en la ciencia sino de que podamos confiar en que los científicos pueden hacer bien su trabajo, sin presiones ni cortapisas ajenas a intereses puramente científicos.

Para sostener esa confianza es muy importante que las razones científicas que se aducen para tomar medidas drásticas que afectan a la salud o las libertades individuales no estén sesgadas.

Con demasiada frecuencia hemos oído decir, con gran rotundidad, una cosa primero y la contraria después y también hemos visto que algunas medidas se consideraban imprescindibles en un sitio y simultáneamente eran descartadas por poco útiles en otro. Eso sí, siempre y en todos los casos, nos decían, eran decisiones tomadas siguiendo a pies juntillas los dictados de la ciencia. Algo no cuadra, o sí.

Quizá lo que ocurre es sencillamente que los dictámenes científicos no son tan unánimes y unidireccionales como nos gustaría.

Puede haber, y es normal que así sea, algunas apreciaciones o valoraciones distintas de los resultados obtenidos en los diversos estudios. Estaría bien que políticos y medios fueran más comedidos a la hora de afirmar, de forma tan taxativa, que sus decisiones tienen siempre como aval la ciencia.

Los científicos ofrecen efectivamente soluciones que, en base al conocimiento actual, consideran las mejores para la ciudadanía en su conjunto, pero la Ciencia, así con mayúsculas, no es monolítica ni dogmática. No pretende ser infalible, no pontifica y precisamente por eso progresa. No busca simplificar lo complejo a costa de restar rigor y veracidad.

La ciencia en sí misma, cuando no hay interferencias, promueve un sano escepticismo, la duda y el debate de argumentos contrapuestos, sin temer la discrepancia ni pretender la anulación del que opina diferente a la corriente principal.

De hecho, numerosos avances científicos se han producido a partir de ideas inicialmente rechazadas enérgicamente por la cúpula oficial de la comunidad científica y que fueron retomadas más tarde gracias a la persistencia de algunos investigadores. Esta es una de las grandezas de la Ciencia.

Sin embargo, cuando entran en juego otros intereses que no son estrictamente científicos sino más bien políticos, económicos o mediáticos, la cosa cambia.

Entonces de lo que se trata fundamentalmente es de ganar, y a poder ser por goleada, bien sean votos, dinero o audiencia, Entonces, automáticamente, las reglas del juego son distintas.

Descartamos los planteamientos conspiranóicos, tan en boga actualmente.

Tampoco vamos a pensar en la posibilidad de que existan intereses espúreos o turbias intenciones maquiavélicas (aunque es indudable que: siempre ha habido conspiraciones de todo tipo, existen personas malintencionadas y Nicolás Maquiavelo escribió El príncipe hace mucho tiempo).

Ahora bien, una vez aplicado el principio de buena fe, lo que no podemos obviar es que la política suele apostar más por la simplicidad del mensaje que le permite conseguir sus objetivos que por el rigor y veracidad de su contenido, sobre todo en momentos de crisis y confusión; que la principal obligación de un alto directivo de empresa, en cualquier sector, es el beneficio de su accionariado; que los medios de comunicación, especialmente los de mayor alcance, están estrechamente vinculados a intereses políticos y empresariales.

Estas consideraciones no son más que una descripción de hechos evidentes que se repiten a lo largo de la historia.

Sin duda este cúmulo de intereses existen, son perfectamente legales y más o menos legítimos, pero es evidente que la ética, los métodos y los tiempos de la ciencia no son los mismos que los de la política o los negocios. Por este motivo es necesario que los mecanismos de control funcionen con rigor científico, especialmente en momentos de crisis.

La investigación científica está financiada mayoritariamente por grandes conglomerados empresariales. No es en esencia algo negativo, pero hay que poner mucha atención en evitar que ocurra algo parecido a lo que el escritor Upton Sinclair resumió en esta frase lapidaria: “Es difícil conseguir que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de no entenderlo”.

Observar la realidad con esta perspectiva puede ser un tanto inquietante, porque estas cuestiones están muy alejadas de nuestro reducido radio de acción personal.

Surge entonces la tentación, a menudo automática siguiendo un impulso de supervivencia, de esconder la cabeza bajo el ala, de mirar para otro lado y racionalizar alguna excusa. También podemos optar por suavizar la realidad buscando distracciones placenteras que nos eviten caer en la ansiedad. En todo caso, son opciones equivalentes a anestesiar nuestra consciencia.

Es comprensible, pero adormecer la consciencia siempre pasa doble factura, personal y social, porque creamos terreno fértil para aceptar sin más lo que se nos diga y esto puede dar pie a que aumenten las exigencias impuestas a los ciudadanos y, al mismo tiempo, se reduzca el nivel de exigencia que se debería demandar a nuestros gobernantes.

Quizá deberíamos aprovechar estas situaciones para mirar de cara, con la sana intención de observar la complejidad y aceptar la incertidumbre que conlleva. Y hacerlo manteniendo a raya las sensaciones de temor, frustración o ira que nos pueda provocar la realidad.

Es probable que no resulte fácil, pero es así como elevamos nuestro nivel de consciencia, ejerceremos un mayor control sobre las emociones, mantenemos afinado nuestro sentido crítico y reforzamos un espíritu democrático que no tema la discrepancia.

¿No es esta la actitud que corresponde a los ciudadanos que pretenden mejorar la sociedad?

¿No es también lo que una sociedad que de verdad desea progresar debería fomentar en sus ciudadanos?

P.D.: Por cierto, los científicos advierten, desde hace mucho tiempo, que el cambio climático acelerado consecuencia de la actividad humana es una cruda realidad y que una de sus consecuencias es la aparición de nuevas y más numerosas pandemias.

Quizá no se ha reflexionado demasiado sobre el impacto ambiental, y por tanto sobre la salud, que está teniendo el haber fomentado el uso masivo, a nivel mundial, de mascarillas no reciclables de un solo uso. Esto es un hecho que la misma Organización Mundial de la Salud está reconociendo ahora.

Hagamos caso a la ciencia, please.


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