Admiramos a personas como Gandhi, Mandela o Luther King por haber sido capaces de impulsar movimientos de reconciliación en sociedades gravemente dañadas por profundos conflictos entre sus ciudadanos.
Más allá del mayor o menor resultado conseguido a nivel social, lo que quiero destacar es que estas personas culminaron con éxito su propio proceso de reconciliación. Supieron perdonar y también tuvieron el valor de pedir perdón, en unas condiciones de extraordinaria complejidad, dolor e injusticia. A partir de ahí se convirtieron en puentes para la reconciliación social.
En palabras de Thich Nhat Hanh: Si quieres la paz tienes que ser paz. Todo un reto porque, al igual que nuestros ancestros, tenemos el conflicto enraizado en el cerebro y, cuando surge, las palabras se vuelven afiladas y tensas. De creadoras de cordialidad pasan a ser mensajeras de la discordia.
Para defender nuestra parte de razón podemos llegar a elevar la sinrazón hasta la enésima potencia, haciendo que afloren ocultas rencillas, envidias, discrepancias y resentimientos. Algo muy saludable por otra parte, cuando no se utiliza como un dardo.
Puede que al final resulte que lo menos importante sea la causa concreta que dio inicio al conflicto ya que, casi sin darnos cuenta, hemos acabado en una ciénaga de enfrentamientos cada vez más hostiles, o en una burbuja de negación y rechazo de la que no estamos dispuestos a salir.
Puede que, movidos por la ansiedad y la indignación, nos inclinemos por zanjar la cuestión con una “solución” evitativa. Lo dejamos de lado, seguimos con nuestra vida y pensamos que la culpa no es nuestra. En resumen: yo soy la principal víctima y, a fin de cuentas, lo que se ha perdido tampoco era tan valioso como pensaba.
Sin embargo, cuando lo cerramos en falso o en caliente, el conflicto supura sufrimiento, propio y ajeno.
Es increíble la cantidad de relaciones de todo tipo que se van al traste por este tipo de dinámicas.
Una lástima, porque con otra actitud podríamos salir enriquecidos y llegar a resultados más satisfactorios.
Si estamos dispuestos a encontrar una verdadera solución, hay que partir de un principio: mi campo de acción para mejorar la situación soy yo mismo.
Así que lo primero es poner sobre nosotros el foco para observar, sin juzgar ni justificar, las sensaciones, emociones, sentimientos y pensamientos que nos provocan las consecuencias de la situación conflictiva.
Se trata de dejar que salgan a la luz los entresijos más profundos que han dado pie al conflicto. Aquellos que tienen más que ver con nosotros mismos (carácter, temperamento, autobiografía, creencias, intereses) que con el hecho concreto.
Compartir lo que sentimos con alguien de nuestra confianza, que sepa escuchar con atención y sea capaz de mantener la ecuanimidad, es una buena idea.
Una de los impedimentos más férreos para resolver cualquier conflicto es el amor propio mal entendido.
El amor propio no es en sí mismo nada malo, al contrario. La condición esencial para afrontar las dificultades de la vida, sentirnos tranquilos y estar en paz, es querernos y aceptarnos. Aunque si nos impide ser generosos, empatizar y perdonar, entonces estamos hablando de otra cosa. Quizá sea soberbia o nuestra propia debilidad lo que que encontremos oculto tras el disfraz de amor propio.
Otra dificultad importante tiene su origen en nuestro grado de susceptibilidad. Puede que sintamos que se nos ha herido u ofendido tan profunda o maliciosamente que no se puede perdonar.
Lo cierto es que, cuando observamos con la lucidez que proporciona una mente en calma que sabe mantener la distancia emocional necesaria, podemos darnos cuenta de que, la inmensa mayoría de las veces, ni la ofensa es tan tremenda, ni el ofensor tan perverso, ni la intención tan malévola como nuestra percepción la presenta. La inmensa mayoría de las veces es posible una plena reconciliación.
Kintsukuroi es una preciosa tradición artística japonesa que se refiere a reparar objetos valiosos que se han fracturado y consiste en unir los distintos fragmentos con una mezcla de resina y oro o plata.
No se disimula la rotura sino que se resalta, pero de forma bella y utilizando los materiales más nobles.
El objeto roto se convierte así en uno nuevo aún más valioso, que muestra su proceso de transformación, su historia.
Abordar un proceso de reconciliación con esta perspectiva es muy sanador, particularmente para uno mismo, porque nos permite desplegar la parte más noble de nuestro ser.
¿Cómo sería el mundo si, en los pequeños conflictos que nos atañen directamente, más personas optáramos por explorar vías que conducen a la reconciliación aportando lo mejor de nosotros para conseguirlo?
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