Al oráculo de Delfos acudían sabios y mandatarios para hacer preguntas a los dioses. Buscaban respuestas que les permitieran comprender el mundo y conocer su propio destino. En la misma puerta del templo ya les advertían acerca del requisito previo que debían cumplir si querían lograr su propósito: Conócete a ti mismo, investiga tu propia esencia.
Para recalcarlo, en la sala del oráculo, que en realidad era una sibila, había otra inscripción: Te advierto que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera. conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los dioses.
Estos griegos sabían lo que se hacían. Conocerse a uno mismo para conocer el mundo. Esa es la clave.
Pero intentar ver en nuestro interior a menudo resulta complicado o doloroso, así que nos es más fácil centrar obstinadamente la atención en lo externo, que es precisamente donde menos capacidad de acción tenemos para encontrar solución a los problemas.
Ocuparse en mejorar uno mismo es el primer paso imprescindible para mejorar el mundo. Aunque algunos pueden tachar esta postura de egoísta, no lo es. Cuando no estamos interesados en nuestra propia evolución como seres humanos conscientes y no salimos del nivel mental de pura supervivencia, bien sea por ignorancia, dejadez o incapacidad, podemos generar mucho sufrimiento gratuito. Cuando crecemos interiormente y estamos en paz con nosotros mismos, aportamos paz al mundo.
Hace tiempo leí un pequeño relato que me pareció inspirador. Esta es una versión libre del mismo:
Érase una vez un grupo de amigos que, en un momento de especial dificultad, se reúnen para hablar sobre los problemas del mundo. Unos afirman:
¡Hay tantas personas que sufren!
Familias enteras sin techo donde refugiarse. Niñas, niños y ancianos, sin apenas comida, sin salud ni ilusiones. Escasea el trabajo.
Otros añaden: Para los que, sin mayor mérito que la suerte, hemos tenido la fortuna de acostumbrarnos a un día a día confortable y seguro, tanta incertidumbre puede sobrepasarnos.
Poco a poco se van enfrascando en una conversación sobre las causas y los culpables de tanta injusticia y sufrimiento.
La complejidad es abrumadora. Percibir un presente amenazador y un futuro incierto, genera un clima emocional fluctuante y tenso.
A veces la conversación se desliza por derroteros donde predomina la tristeza y el abatimiento, creando una neblina oscura y densa que impregna de negatividad cualquier pensamiento.
En otras ocasiones reina la ira, el ambiente se agita y, casi a voz en grito, alguno exige soluciones drásticas.
En esta atmósfera nada resulta útil.Mientras tanto, una niña revolotea inquieta alrededor. Demanda una atención que le es imposible conseguir y se dedica con insistencia a interrumpir la conversación de los mayores, a menudo de forma brusca o impertinente.
Por fin su padre se da cuenta y tiene la feliz idea de hacerle un puzle para que se entretenga. Busca en una revista la página que tiene una foto del mapamundi y la recorta en fragmentos.
La niña observa curiosa.
Cuando termina de recortar, el padre le dice: Anda, ven, aquí te dejo el mundo hecho pedacitos. A ver cuanto tardas en arreglarlo.
Como la peque no conoce como es esa imagen del mundo, la idea del padre es que tarde mucho tiempo en encajar las piezas. Y así los adultos pueden seguir con lo suyo.
Mucho antes de lo esperado, y para sorpresa de todos, la pequeña aparece diciendo: Ya está. Ya lo he terminado.Se levantan para mirar y ven, extrañados, que en la mesa hay un puzle distinto al que le habían dado.
Pero ¿dónde está el puzle del mundo? – preguntaron.
Bueno – responde la niña- no sé como es el mundo. Cuando cogí los recortes me quedé desconcertada, sin saber por donde empezar.Estuve intentándolo, pero era inútil. Me sentí mal, enrabiada, me entraron muchas ganas de llorar y tirarlo todo. Por suerte, en ese momento recordé haber visto la imagen de una persona en la parte de atrás de la página que ibas a recortar. Eso sí lo conozco, pensé al recordarlo. ¡Ahora ya sabía por donde empezar! Así que me puse manos a la obra. Le di vuelta a los trocitos de papel, los coloqué sobre la mesa de cristal y, poco a poco, empecé a encajar las piezas del puzle de la persona.
Algunos adultos, esbozando una leve sonrisa piensan: angelito, cosas de niños. Y de nuevo vuelven a retomar su conversación donde la habían dejado.
Otros permanecen pensativos, en silencio, con más sosiego.
La niña, sentada en el suelo bajo la mesa de cristal, sonríe feliz. Tiene sobre su cabeza la otra cara del puzle y contempla el mundo con todas las piezas encajadas.
Y piensa: Que maravilloso es darse cuenta de lo maravillosas que son las cosas maravillosas.
Esta última frase se la debo a una de mis nietas. Un día, cuando tenía siete u ocho años, estábamos observando el atareado deambular de unas hormigas. Le dije que era una maravilla ver cómo se organizaban para buscar alimento, con una fuerza descomunal para su tamaño y un sentido de la orientación tan preciso.
Me sorprendió su respuesta, que fue exactamente esa: Que maravilloso es darse cuenta de lo maravillosas que son las cosas maravillosas. Le salió espontáneamente, sin pensar. Así que apunté la frase y hoy la he recuperado.
Parece una obviedad pero ¿cuántas maravillas cotidianas nos pasan desapercibidas porque miramos con superficialidad y con la mente dispersa?
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